Logramos embarcar en el último momento y zarpamos del puerto de Barcelona casi a media noche. Ya habíamos cenado, así que tan pronto como dejamos de ver tierra firme, nos encerramos en el camarote a descansar. La verdad es que la travesía de doce horas se pasó más rápido de lo que pensábamos y al poco de despertarnos a la mañana siguiente llegamos a Porto Torres. Sin embargo, todavía nos quedaban casi tres horas de carretera hasta Cagliari.
Nuestro alojamiento, un modesto hotel situado a quince minutos en coche del casco histórico, tenía todo lo que necesitábamos para pasar cuatro días descubriendo la zona sur de la isla. Al no viajar solos, tuvimos que organizarnos para planificar nuestra estancia en Cerdeña de la mejor forma posible, con el fin de que el viaje cumpliera las expectativas de todos.
Cagliari me pareció una ciudad encantadora, especialmente su centro histórico. A veces, tenía la impresión de estar en una pequeña ciudad del norte de África y otras, en la mismísima Roma. Me habría gustado tener la oportunidad de llegar con el barco al puerto de Cagliari y ver la ciudad erigirse sobre el Mediterráneo.
A pesar del calor sofocante que había llegado a Italia esos días, nos las arreglamos para ver el anfiteatro romano, el jardín botánico, el bastión de San Remy y el barrio de Castello, con su conocida torre del Elefante. Cuando visitamos el castillo de San Michele nos sorprendió una tormenta, por lo que nuestra visita al interior del castillo duró más de lo que llevábamos en mente.
Pese a ello, el viaje se caracterizó por el buen tiempo y calor sofocante. De hecho, cuando el calor se hacía insoportable, pasábamos el día descubriendo calas de aguas cristalinas. Una tarde incluso vimos flamencos salvajes en una de las zonas próximas a la playa.
Los días de turismo y playa venían siempre acompañados de suculentas comidas en las que predominaba la típica gastronomía italiana. La pasta, la pizza, el pan, el vino blanco y los helados estaban presentes en nuestra dieta prácticamente cada día.